viernes, 24 de diciembre de 2021

El hombre de los tres perritos de Chamartín (Cuento de Navidad)

Las estaciones suelen ser un lugar de paso. Eso era, al menos, lo que pensaba hasta que vi a cierto personaje en la zona central del vestíbulo de la estación de Madrid Chamartín-Clara Campoamor, en ese punto en el que el viajero puede contemplar un mapa de grandes dimensiones de la red de Cercanías de la capital de España. El trajín diario me impide fijarme en detalles que darían para muchas horas de reflexión. Incluso días me atrevería a decir. La rutina me obliga a coger, de lunes a viernes, el tren de Cercanías que me lleva a la facultad. Así lo llevo haciendo desde el año pasado. A veces, lo confieso, voy tan ensimismada que lo único a lo que presto atención es a la vía en la que se va a estacionar el convoy que me lleva o me trae. Así fueron pasando los días y las semanas hasta que, como dejé caer al principio de esta historia, sucedió algo que me hizo cambiar la percepción de Chamartín en particular y de las estaciones en general, amén de hacer tambalear ciertos esquemas mentales.

Un día me dejé olvidada la tarjeta recargable en casa y tuve que acudir, sin más remedio, a las máquinas expendedoras de billetes que están al área central de la estación, al lado de las taquillas y el expositor de información. Mientras esperaba pacientemente mi turno, a las 7 de la mañana había una cola considerable porque solo existen tres máquinas, reparé en la presencia de un individuo que estaba entrando en el vestíbulo. Era imposible no percibir su entrada. Lo primero que llamaba la atención era el carro de la compra, atestado de mantas y cartones, que iba empujando de manera lenta pero inexorable. Una vez que se detuvo al lado de una de las columnas volvió a sorprenderme. Al doblar una de las mantas aparecieron tumbados, dentro del carro, tres pequeños perritos que estaban plácidamente dormidos.

Ya me tocaba el turno para sacar el billete pero, tras ver a ese hombre, no atinaba con las opciones facilitadas por la pantalla táctil. La imagen de ese individuo lo copaba todo y ya, como se suele decir en estos casos, tenía el día hecho. Los días fueron pasando y ya era inevitable no dedicar unos minutos a contemplar, con toda la discreción y prudencia que era capaz de desplegar, a ese hombre que solo tenía a tres perritos, ataviados con su respectivas prendas de abrigo, como compañeros de viaje. Las preguntas se fueron agolpando en mi mente. ¿Cómo puede acabar una persona, de esa manera, en una estación de tren? ¿Acaso no tiene una familia que pueda ayudarle? ¿Cómo es, si es que se puede hacer la pregunta, su jornada diaria?  ¿Puede comer como cualquiera de nosotros o el simple hecho de hacer la pregunta es una soberana memez? Un día me enteré, porque así me lo comentó un trabajador de un comercio de la estación, que este hombre pasa las horas en que está cerrada la estación en los bajos de la misma, muy cerca de un parking situado en un lateral de la terminal de viajeros. En cuanto se abren las puertas de Chamartín, sobre las 5 de la madrugada para dar paso al primer Cercanías del día, vuelve al interior y allí se pasa buena parte del día. Ese es su "día a día".

No me lo quito de la cabeza. No hay día en que no me quede contemplando a este inquilino de Chamartín. Lo más seguro es que hoy, día de Nochebuena, este hombre siga estando allí, en el vestíbulo de la estación de Chamartín y con la única compañía de sus tres fieles perros. Presenciar imágenes de este tipo, tan reales como tristes, nos hacen ver qué es lo realmente importante en nuestras vidas. Sentir el calor de la familia y la ayuda de los que más queremos, aunque a veces tengamos serias y profundas discrepancias, es un patrimonio que debemos valorar y por el que debemos dar gracias a Dios todos los días de nuestra existencia.

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