La Nochebuena, aunque no es un día estrictamente festivo, es una jornada que altera todo. Que se lo pregunten a Gregorio. Los horarios de los trenes tampoco son una excepción. El último tren del día había pasado a las 17 horas y hasta la jornada de mañana, día de Navidad, no volverían a pasar los trenes de viajeros después del mediodía. Junto con la Nochevieja, es la única noche del año en la que la estación se queda literalmente vacía. Esta noche, a diferencia de otras, los mercantes y los trenes de mantenimiento no circulan. El silencio sería, pues, absoluto.
Gregorio ya estaba contento, ultimando los detalles de la que se le avecinaba en casa con su familia. Siempre se mostraba ansioso por esta fecha porque, además de los buenos momentos que pasaba, le evocaba su más tierna infancia. Era como abrir, cada año, un vetusto álbum de fotos lleno de recuerdos y aromas del pasado más enternecedor. No es de extrañar, por lo tanto, que se apresurara en cerrar la estación. Hasta su amigo Lucio, el propietario de esa fonda añej, que hacía las veces de un museo ferroviario, se había ido media hora antes de lo previsto.
Antes de salir del gabinete de Circulación, notó que alguien estaba sentado en un banco del exterior. Lo sintió por unos sollozos que, evidentemente, lo pusieron en alerta. En sus treinta años de experiencia ferroviaria, nunca había visto nada igual y eso que, según él, las estaciones son, en no pocas ocasiones, un lugar de encuentro para personas bohemias que vagan sin un rumbo fijo. Decía a veces que, cuando se jubilara, escribiría un libro con sus experiencias porque las estaciones dan para contar mucho.
El caso es que los sollozos eran de un hombre solitario de mediana edad que estaba sentado en un banco. Su apariencia era normal, es decir, no se trataba de un vagabundo. Podía ser uno más pero que, por razones desconocidas, estaba allí varado a las 18 horas. Gregorio, tras cerrar la puerta de Circulación, no pudo evitar acercarse a este hombre y le recordó que la estación ya estaba cerrada. El hombre le dijo que era consciente de ello pero le apetecía quedarse allí durante, al menos, un rato más. La estación, decía, era su refugio. ¿Estaba, quizás, preparando su propio fin en mitad de unos raíles? A saber. Sólo él podía saberlo.
Gregorio no salía de su asombro y eso que era un hombre curtido en atender a gente en la estación. Pronto supo que aquel hombre no le veía sentido a su vida y si eso era así, mucho menos podía verle el sentido a una fiesta donde, según él, todos tienen que ser felices por “obligación”. Esa idea, ser felices por decreto de los eslóganes comerciales, no era nueva para el jefe de estación. Sin embargo, era la primera vez que tenía delante a alguien que, de forma nada disimulada, se veía afectado por esa, digamos, moda posmoderna.
El jefe de estación no era un creyente al uso. Hacía años que no iba a misa y, aunque no rechazaba la cultura y tradición cristiana, era una persona que mantenía cierta distancia. Pero aquel hombre sollozando en ese andén solitario hizo que, de repente, brotaran en él algunas reflexiones que aquella mañana hubieran sido impensables. Le dijo a ese hombre, alma en pena, que efectivamente lo que decía era cierto pero que se trataba de un error. La felicidad no surge de una moda o del merchandising de unos grandes almacenes sino de que hace muchos siglos una persona vino al mundo para decirle, a personas como ese hombre errante, que no estaba solo y que la vida, por muchos aflicciones y sinsabores, tiene sentido y merece la pena ser vivida.
Al escuchar eso, el hombre besó la mano de Gregorio, algo que al ferroviario le conmovió sobremanera, porque, por primera vez en mucho tiempo, alguien le había tocado el corazón y se sentía reconfortado. Quién se lo iba a decir. Quién le iba a decir que en una estación de tren iba a encontrar a ese ángel que andaba tiempo esperando. Gregorio estaba literalmente tocado y como era amigo de que las cosas tengan un final feliz, invitó a ese hombre a su casa para degustar el menú que su familia había preparado.
Los milagros, a veces, suceden en un andén de una estación de tren. Feliz Navidad.
El jefe de estación no era un creyente al uso. Hacía años que no iba a misa y, aunque no rechazaba la cultura y tradición cristiana, era una persona que mantenía cierta distancia. Pero aquel hombre sollozando en ese andén solitario hizo que, de repente, brotaran en él algunas reflexiones que aquella mañana hubieran sido impensables. Le dijo a ese hombre, alma en pena, que efectivamente lo que decía era cierto pero que se trataba de un error. La felicidad no surge de una moda o del merchandising de unos grandes almacenes sino de que hace muchos siglos una persona vino al mundo para decirle, a personas como ese hombre errante, que no estaba solo y que la vida, por muchos aflicciones y sinsabores, tiene sentido y merece la pena ser vivida.
Al escuchar eso, el hombre besó la mano de Gregorio, algo que al ferroviario le conmovió sobremanera, porque, por primera vez en mucho tiempo, alguien le había tocado el corazón y se sentía reconfortado. Quién se lo iba a decir. Quién le iba a decir que en una estación de tren iba a encontrar a ese ángel que andaba tiempo esperando. Gregorio estaba literalmente tocado y como era amigo de que las cosas tengan un final feliz, invitó a ese hombre a su casa para degustar el menú que su familia había preparado.
Los milagros, a veces, suceden en un andén de una estación de tren. Feliz Navidad.
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